Un día en la vida de un guerrero mexica Pablo Escalante Gonzalbo Ilustraciones de Guillermo de Gante México CONACULTA-Jaca Book, 1998

|
El ruido de los tambores anunciaba el medio día desde lo alto de los templos. Un viento frío de primavera agitaba las copas de los fresnos y los ahuehuetes y el rumor producido por sus hojas recorría la isla. Icxitontli, que caminaba por una de las calles más estrechas de la ciudad, apresuró el paso al divisar la entrada de su casa, muy cerca de la orilla meridional de la isla.

La madre de Icxitontli molía el nixtamal en el centro del patio; completamente inclinada sobre el metate, no vio ni oyó a su hijo. Su padre se encontraba riñendo a un guajolote que se empeñaba en saltar la bardita del corral y hacer alboroto, pero vio a Icxitontli con el rabillo del ojo y se acercó al patio para saludarlo. Tomó a su hijo del brazo y le dijo, como era su costumbre: "Debes estar fatigado... Ven, siéntate".

Icxitontli y su padre se sentaron en cuclillas, frente a frente, a la puerta de la habitación principal. En ese momento la madre de Icxitontli se dio cuenta de la presencia de su hijo, le sonrió y de inmediato le sirvió una jícara de agua fresca.

Icxitontli vivía en el telpochcalli, en la casa de los jóvenes, dedicado a las duras faenas del adiestramiento militar, pero ocasionalmente recibía autorización de los maestros para visitar a sus padres. La visita del muchacho podía deberse a dos motivos distintos: o bien las autoridades del telpochcalli lo habían autorizado a comer en casa, en cuyo caso su madre se apresuraría a preparar un pescado blanco envuelto en hierbas de olor, o bien se aproximaba una batalla en la que Icxitontli tenía debía tomar parte.

El semblante serio y preocupado del muchacho disipó de inmediato las dudas sobre el motivo de su visita. Su padre, que era de muy pocas palabras, dirigió a Icxitontli un pequeño discurso en el que recordaba que tuviera precaución ante los peligros pero al mismo tiempo lo animaba a ser valiente. "Llévate estas palabras ¾le decía¾ , que te den ánimo... Y vamos a ver si finalmente traes el honor a esta casa ". La madre se metió en la habitación especial, avivó el fuego y esparció copal. Era una ofrenda a los espíritus de los antepasados que residían bajo el fuego, para que protegieran al muchacho; también era una forma de evitar la despedida, que siempre la llenaba de lágrimas.

Icxitontli salió pronto de la casa y se dirigió con paso rápido al telpochcalli. Cuando pasaba por un pequeño puente de tablas para cruzar un canal sintió un golpe en la cabeza, y luego otro, y otro más. Estuvo a punto de perder el equilibrio. Los objetos que lo habían golpeado cayeron sobre las tablas y finalmente al agua del canal: eran tres tejocotes maduros de espléndido color naranja.
Icxitontli volvió la cabeza y descubrió a tres niños, vecinos de su barrio, que se reían de él y le gritaban "¡Cuexpalchicapul!,

¡Cuexpalxicapul!, ¡Cuexpalxicapul!" Sin decir nada en respuesta, Icxitontli siguió su marcha masticando su vergüenza. A sus dieciséis años, no había podido tomar ningún prisionero en las guerras y zafaranchos en que había participado. Los maestros del telpochcalli le obligaban a llevar una larga coleta en la nuca para que todos conocieran su falta de arrojo.

En el telpochcalli los maestros repartían a los muchachos los escudos y la vestimenta. Icxitontli se puso su chaleco y tomó el escudo que le entregó uno de los capitanes. Luego vino el reparto de las armas; algunos muchachos recibieron lanzas, otros, mazos de piedra y, la mayoría, espadas de madera provistas de navajas de obsidiana.

Uno de los maestros, que tenía simpatía por Icxitontli, se le acercó para darle su espada; lo miró a los ojos y realizó un gesto con el cual quería decir que todo aquello era inútil:

para qué darle un arma a este muchacho que era tan cobarde. Icxitontli se puso colorado de vergüenza, pero estiró la mano. El maestro se encogió de hombros y le entregó la espada.

Los muchachos hicieron una comida ligera a base de totopos y frijoles, después del reparto de las armas.

Apenas habían terminado cuando los capitanes los hicieron sentarse en el patio del telpochcalli para darles instrucciones sobre el combate que se aproximaba. En la cabeza de Icxitontli, las palabras de los capitanes se mezclaban con

imágenes desagradables: "Nuestro señor Motecuhzoma ha ordenado una guerra sin cuartel contra los chalcas..." e Icxitontli veía tres tejocotes flotando en el canal. "Los chalcas han asesinado al noble capitán Tlacahuepan...", Icxitontli cerraba los ojos y veía su larga coleta de guerrero sin mérito...

El escuadrón del barrio de Icxitontli no era sino uno más entre los cientos de escuadrones que avanzaban por la calzada de Iztapalapa. La mayor parte del ejército estaba integrada por los escuadrones de águilas y ocelotes, feroces guerreros curtidos en el fragor de muchas batallas. En los rostros de los muchachos de los barrios se advertía la preocupación y el nerviosismo. Las águilas y los ocelotes, en cambio, caminaban tranquilos y seguros, permitiéndose incluso charlas y bromas: ir a la guerra era su profesión, y hacía tiempo que habían aprendido a controlar el miedo.

Atardecía cuando la columna llegó a las cercanías de Tláhuac. Los tambores de los templos de todas las ciudades y villas del valle de México anunciaban la puesta del sol; los mercados se levantaban en las plazas y la gente que navegaba en los canales o caminaba por las calles se disponía a regresar a sus casas.

En algunas azoteas los niños se asomaban para ver desfilar al ejército; miraban con especial atención las banderas que ondeaban al frente de cada escuadrón y los vistosos trajes e insignias de águilas y ocelotes.

A la luz de la luna, el ejército acampó en Ayotzinco. Se levantaron las tiendas de campaña destinadas a los capitanes, y cada escuadrón se agrupó alrededor de una fogata distinta, excepto aquellos que fueron enviados a las cercanías para vigilar cualquier posible movimiento del enemigo.

El campamento estaba en calma cuando se oyó el canto de los tecolotes. Dos tecolotes uno en cada extremo del campamento, cantaban muy alto con una voz que parecía humana.

Lo primero que gritaron fue " ¡tiacahuan! ,¡tiacahuan! ,¡tiacahuan!" (¡valientes!, ¡esforzados!). Luego uno de ellos cantó "¡tetequi!, ¡tetequi! (¡cortar!, ¡cortar!) y el de el otro extremo le respondió "¡yólotl!, ¡yólotl! (¡corazón!, corazón!). El primero volvió a cantar "¡quechtépol chichíltic!" (¡garganta colorada!) y el otro le respondió "¡chalcah!, ¡chalcah!" (¡los chalcas!, ¡los chalcas!).

Por el campamento se esparció el rumor de que ese canto había sido un buen augurio; sin duda triunfarían sobre los chalcas.

Icxitontli extendió el manto que había cargado en la espalda durante la jornada, dirigió la mirada a cada uno de los puntos cardinales y rogó a Tezcatlipoca que lo protegiera durante la noche.

Los primeros rayos del sol iluminaban las banderas mexicanas y proyectaban larguísimas sombras sobre el campo. En las afueras de la ciudad, los chalcas aguardaban protegidos detrás de pequeñas empalizadas de troncos.

Lo que la tarde anterior había sido una columna interminable, se había convertido ahora en un gigantesco semicírculo humano que avanzaba lentamente y amenazaba con cerrarse y engullir a la ciudad de Tlalmanalco, reducto y fortaleza de los chalcas.

Desde el centro de la formación surgió entonces el grave lamento de un trompeta de caracol marino: era la señal de ataque. Los flecheros mexicas rociaron la empalizada de los chalcas obligándolos a salir a campo abierto. Cuando esto ocurrió, el ejército mexica avanzó rápidamente al encuentro del enemigo, conservando su formación compacta.

Los primeros en entrar en acción fueron los escuadrones populares, que asestaron un duro golpe a las formaciones chalcas, pero sufrieron también muchas bajas. Cuando el frente de la formación empezaba a debilitarse, los guerreros águilas y los ocelotes, que habían permanecido detrás de la línea de combate, irrumpieron súbitamente, con una bravura inigualable, obligando a los chalcas a retroceder y batirse en retirada.

A media mañana entró en acción el escuadrón de Icxitontli. Se encontraba inmediatamente detrás de un escuadrón de águilas, así que se vio obligado a pasar al frente tan pronto como esos guerreros entraron en acción. Por fortuna, los chalcas se encontraban desconcertados y muchos caminaban hacia atrás por el efecto de la última embestida. A pesar de ello, el peligro era enorme.

Cuando Icxitontli se disponía a avanzar con su espada en alto, un enemigo le arrojó la tierra a los ojos y lo obligó a detenerse y sacudir la cabeza. Al abrir nuevamente los ojos, el muchacho se encontraba rodeado por cuatro guerreros chalcas. Uno de ellos gritó "¡Nuestras mujeres tienen las cazuelas listas para cocinarte en chile de árbol!" Con la lucidez de quien se siente perdido, Icxitontli recordó una de las lecciones que le había dado el más viejo de los maestros del telpochcalli: "Si tienes un enemigo frente a ti, atácalo sin tregua. Si tienes dos enemigos, tú también deberás ser dos, atacaras a el primero y volverás la espalda de inmediato para recibir al segundo... Y si te encuentras rodeado, serás un torbellino, girarás...girarás, que tu ferocidad no tenga límite".

Icxitontli giró, giró con la espada extendida a la altura del abdomen de sus adversarios, allí donde el fuerte chaleco de algodón no protege ya de los golpes. Tres cayeron heridos por la espada de Icxitontli que ¾hay que decirlo¾ tenía un brazo muy fuerte. El cuarto, que se había agachado para evitar ser cortado por las navajas de la espada, recibió un golpe en la cabeza y cayó herido y atontado.

Cuando Icxitontli se dio cuenta de que no había más atacantes a su alrededor, pues la mayoría de los chalcas trataban de huir, esperó junto a sus víctimas la llegada de los muchachos de la retaguardia: jovencitos de doce y trece años que cargaban las sogas para amarrar a los prisioneros.

Pidió cuatro cuerdas cortas y una larga; amarró a sus cautivos poniéndoles las manos a la espalda y con la quinta cuerda los ató en hilera dándole a cada uno un par de vueltas alrededor del cuello. Los pobres chalcas, medio muertos, no oponían resistencia.

Bajo el calor del medio día, el ejército mexica regresa victorioso a su isla. La noticia ya circulaba por todas partes: Tlalmanalco quedó despoblado. La mitad de la gente había caído en el combate o había sido capturada; la otra mitad escapó hacia las faldas del Popocatépetl en busca de refugio.

En las cercanías de Mixquic se hizo un alto en el camino. Icxitontli se sentó debajo de un árbol y confió la custodia de sus prisioneros algunos de los guerreros que no habían entrado en combate.

Mientras reposaba, el joven guerrero sintió un pequeño golpe en su cabeza, y luego otro y otro más. Tres tejocotes habían caído del árbol y ahora rodaban por el piso ante la mirada atónita de Icxitontli. "He capturado a cuatro enemigos... me quitarán la coleta, me dejarán usar peinado de valiente y un manto con insignias, y nunca más se burlarán de mi por los caminos". Dicho esto, Icxitontli levantó uno de los tejocotes, el más maduro, y lo probó. ¡Qué fruta más deliciosa!

0 comentarios:

Publicar un comentario